viernes, abril 25, 2025
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El arte de la propaganda: de Roma al siglo XXI

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Desde las águilas imperiales romanas hasta los memes políticos actuales, el poder ha encontrado en la imagen un aliado esencial. La propaganda, entendida como la difusión deliberada de ideas o información para influir en la opinión pública, no es un invento moderno. A lo largo de la historia, las élites gobernantes han utilizado el arte para consolidar su legitimidad, construir narrativas ideológicas, y modelar la percepción colectiva de la realidad.

Este artículo recorre algunos de los momentos más significativos del arte propagandístico, desde la Roma imperial hasta las redes sociales contemporáneas. Analizaremos cómo distintas formas artísticas – escultura, pintura, arquitectura, fotografía, cartelismo y arte digital – han servido como instrumentos del poder político, económico o religioso. A su vez, examinaremos cómo el control de los medios de producción de las imágenes ha sido crucial para la eficacia de la propaganda, y cómo algunos artistas han desafiado esta lógica desde una posición crítica o disidente.

En un mundo donde la imagen circula a velocidad vertiginosa y donde los discursos visuales influyen en nuestras decisiones cotidianas, comprender los mecanismos de la propaganda es una herramienta para el pensamiento crítico y la resistencia simbólica.

La propaganda y su relación con el arte

La propaganda puede definirse como un conjunto de estrategias discursivas y visuales orientadas a influir en la percepción, la conducta o las emociones de un colectivo. Si bien el término adquirió su connotación más fuerte en el contexto de la modernidad y los regímenes totalitarios del siglo XX, sus mecanismos fundamentales – repetición, simplificación, simbolismo, apelación emocional – han estado presentes en múltiples formas de comunicación desde la Antigüedad.

La propaganda no busca transmitir datos objetivos, sino moldear la realidad percibida. Roland Barthes, en Mitologías, alertaba sobre cómo los sistemas de signos pueden naturalizar ideologías, convirtiéndolas en “sentido común”. En esencia, se trata de transmitir un mensaje con una intención clara: influir en lo que pensamos, sentimos o incluso en cómo actuamos. No se limita a informar, sino que busca persuadir.

¿Y qué papel juega el arte en todo esto? Mucho antes de que existieran la imprenta, el cine o internet, las imágenes ya cumplían una función propagandística. Reyes, emperadores, líderes religiosos o políticos han utilizado la pintura, la escultura o la arquitectura para proyectar poder, legitimar su autoridad o imponer ciertas ideas. La imagen es directa, emocional, y llega donde a veces las palabras no alcanzan.

No hace falta irse muy lejos para comprobarlo: desde una estatua ecuestre hasta un mural en una iglesia o una portada de revista, el arte ha moldeado nuestras ideas sobre quién manda, qué es lo correcto o cómo debe verse el mundo. Por eso, entender cómo ha funcionado esta relación entre arte y poder a lo largo de la historia nos ayuda también a mirar con otros ojos las imágenes que nos rodean hoy.

Roma: el arte al servicio del Imperio

Si pensamos en propaganda visual en la Antigüedad, Roma es probablemente uno de los mejores ejemplos. Los romanos entendieron muy bien el poder de las imágenes para construir un relato de grandeza, autoridad y unidad. Y lo utilizaron con verdadera maestría. No es casualidad que muchas de sus estatuas, monumentos o relieves todavía nos impacten hoy: fueron diseñados precisamente para eso.

Uno de los casos más representativos es la famosa estatua de Augusto de Prima Porta, donde el emperador aparece como líder militar, guía político y casi figura divina. Nada en esa escultura está puesto al azar: su postura, su gesto, la armadura decorada con escenas míticas… todo contribuye a una imagen idealizada del poder. Y esta imagen no estaba solo en palacios: se reproducía en plazas, foros y villas, esparciendo la figura del emperador por todo el imperio.

Otro ejemplo clave es la Columna de Trajano, un monumento narrativo que, en forma de espiral ascendente, cuenta con detalle las victorias del emperador en las guerras dacias. Más que un simple memorial, funcionaba como un relato oficial en piedra: una versión heroica del pasado pensada para el presente y el futuro.

Los romanos también usaron las monedas como medio propagandístico. Al estar en circulación constante, permitían que hasta los ciudadanos más alejados del centro imperial tuvieran presente al emperador y su poder. En definitiva, Roma convirtió el espacio público en un escenario donde el arte actuaba como portavoz del Estado.

Dios, imágenes y poder: del medievo al Barroco

Tras la caída del Imperio romano de Occidente, el poder político en Europa quedó fragmentado, pero otro poder – más sutil y persistente – comenzó a ocupar ese vacío: el de la Iglesia. Durante siglos, el cristianismo, aparte de ser una fuerza espiritual, se consolidó como una estructura de poder que supo utilizar las imágenes como vehículo de enseñanza, control y propaganda.

En una época en la que la mayoría de la población no sabía leer, las esculturas, pinturas, vitrales y frescos actuaban como “libros visuales”. Las iglesias y catedrales estaban llenas de escenas bíblicas diseñadas para emocionar, educar y advertir. El arte mostraba tanto las promesas del cielo como los castigos del infierno. Así, el mensaje religioso se volvía claro, directo… y difícil de cuestionar.

El arte medieval tenía una función didáctica, pero con la llegad del Barroco – especialmente durante la Contrarreforma – el objetivo fue aún más ambicioso: impresionar, conmover y convencer. La Iglesia católica reaccionó así al avance del protestantismo: si los reformadores apostaban por la sobriedad, Roma respondió con un despliegue visual abrumador.

Artistas como Caravaggio, Rubens o Bernini crearon obras de una teatralidad y fuerza emocional impactantes. Basta pensar en la escultura de El éxtasis de Santa Teresa, donde el misticismo se convierte en experiencia casi física. En este contexto, el arte fue una auténtica maquinaria sensorial.

Ya sea con sus fachadas recargadas o sus cielos celestiales pintados en bóvedas y cúpulas, el Barroco convirtió las iglesias en escenarios donde el fiel no solo rezaba: sentía. Y esa emoción era, también, una forma muy eficaz de fidelización.

Nación, ideología e imagen: del absolutismo al siglo XIX

En la Edad Moderna y la consolidación de los estados-nación, el arte siguió cumpliendo un papel estratégico. Reyes y gobernantes empezaron a construir su imagen pública con una intención más clara: proyectarse como figuras casi intocables, representantes de un orden divino o nacional. La monarquía absolutista fue pionera en esto, y Luis XIV de Francia, el “Rey Sol”, es quizá el mejor ejemplo.

Luis XIV entendió el poder del arte como forma de autoridad. Su retrato oficial, vestido de armiño y con la mirada altiva, no dejaba espacio para la duda: él era el Estado. El Palacio de Versalles no fue solo una residencia lujosa, sino un escenario cuidadosamente diseñado para teatralizar el poder. Cada pintura, escultura o jardín hablaba de orden, grandeza y control.

En el siglo XIX, tras la Revolución Francesa, el escenario cambió: ya no era solo el monarca quien necesitaba legitimarse, sino también las nuevas ideologías políticas —el liberalismo, el nacionalismo o el socialismo—. Aquí entra en escena la figura del héroe nacional, como en los cuadros de Delacroix o David, donde la lucha, la libertad y la patria se convirtieron en temas centrales.

También fue el momento en que los símbolos nacionales —banderas, himnos, monumentos— se multiplicaron. Muchos países encargaron obras públicas para construir un relato común, una identidad compartida. En este sentido, el arte dejó de ser solo una herramienta del trono para pasar a estar al servicio del Estado, un medio para forjar ciudadanía y cohesión social.

El siglo XX: propaganda de masas y estética del poder

El siglo XX fue, sin duda, la era dorada de la propaganda. La aparición de los medios de comunicación de masas —como el cine, la radio, la fotografía o la prensa ilustrada— revolucionó la forma en que se podían difundir ideas. Por primera vez en la historia, los gobiernos tuvieron a su alcance canales capaces de llegar simultáneamente a millones de personas. Y lo aprovecharon.

Los regímenes totalitarios entendieron rápidamente el valor de la imagen y la palabra como herramientas de control social. En la Alemania nazi, la propaganda fue un arma fundamental. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del Tercer Reich, diseñó una maquinaria ideológica en la que el cine (como el de Leni Riefenstahl, autora de El triunfo de la voluntad), los carteles, los desfiles y hasta la arquitectura monumental servían para glorificar al Führer y reforzar la idea de unidad nacional, pureza racial y destino histórico.

En la Unión Soviética, el llamado “realismo socialista” impuso una estética clara: figuras fuertes, sonrientes, productivas; obreros y campesinos retratados como héroes del pueblo. Artistas como Rodchenko o El Lissitzky utilizaron el diseño gráfico, la fotografía y la tipografía para construir un imaginario revolucionario lleno de fuerza y optimismo.

Pero la propaganda no fue solo cosa de dictaduras. En las democracias occidentales, especialmente durante las dos guerras mundiales, se produjeron campañas visuales igualmente potentes. Desde los famosos carteles de Uncle Sam wants YOU en EE. UU. hasta los mensajes patrióticos británicos, el arte gráfico jugó un papel clave para movilizar, cohesionar y mantener la moral colectiva.

En todos los casos, el objetivo era el mismo: construir un relato emocional, claro y directo, capaz de conectar con la población, reforzar una identidad común y justificar determinadas decisiones políticas o militares.

Propaganda en la era digital: imágenes virales, memes y algoritmos

En el siglo XXI, la propaganda no ha desaparecido: ha cambiado de forma y de velocidad. Las redes sociales, las plataformas de vídeo y los motores de búsqueda han transformado la manera en que consumimos información e imágenes. Hoy, cualquier persona con un móvil puede crear contenido visual con potencial viral… y también los gobiernos, partidos políticos, movimientos sociales o empresas aprovechan estas herramientas para moldear la opinión pública.

Una de las formas más visibles de esta nueva propaganda son los memes. Aunque suelen presentarse como humor o sátira, son también una forma de comunicación ideológica. Con una imagen y pocas palabras, condensan mensajes simples pero potentes, que apelan a las emociones y se difunden a gran velocidad. Se utilizan para criticar, apoyar, manipular o movilizar, y han estado presentes en campañas electorales, movimientos sociales o incluso conflictos bélicos.

Durante procesos como el Brexit, las elecciones en EE. UU. o las protestas del 15M y Black Lives Matter, los memes han sido armas discursivas que mezclan lo personal y lo político. Pueden venir desde abajo —creados por usuarios anónimos—, pero también desde arriba, en campañas cuidadosamente orquestadas.

Junto a los memes, hay una presencia creciente de bots, influencers políticos, vídeos cortos, deepfakes y campañas pagadas que buscan dirigir emociones, influir en comportamientos y polarizar el debate. Ya no hablamos solo de propaganda visual, sino de una propaganda algorítmica, diseñada para llegar justo a quien más fácilmente puede ser convencido.

Además, se difumina la frontera entre lo institucional y lo amateur, entre la información y la opinión. El poder, hoy, no necesita una gran estatua o un cartel oficial: basta con que una imagen se vuelva viral, que un eslogan se repita o que una emoción se contagie. La estética del poder ha pasado del mármol al pixel.

Imágenes que piensan por nosotros

Desde los relieves imperiales de Roma hasta los memes que circulan por nuestras pantallas, el arte y la imagen han sido herramientas fundamentales para comunicar poder, moldear creencias y dirigir emociones. La propaganda, lejos de ser un fenómeno del pasado, se adapta constantemente a los lenguajes de cada época. Lo que cambia no es su existencia, sino sus formas, sus medios y su alcance.

Comprender cómo se han utilizado las imágenes para influir en las sociedades nos ayuda a mirar el presente con más atención y menos ingenuidad. En un mundo saturado de estímulos visuales, donde lo viral pesa más que lo verdadero, aprender a leer las imágenes con espíritu crítico es un acto de resistencia. Porque si bien una imagen puede hablar por mil palabras… también puede pensar por nosotros si no estamos atentos.