La salud reproductiva ha sido, históricamente, abordada desde una mirada centrada casi exclusivamente en los cuerpos femeninos, pero no siempre desde una verdadera perspectiva de género. Este enfoque limitado ha tenido consecuencias tanto en la investigación científica como en la práctica médica: desde la escasa inversión en anticoncepción masculina hasta la medicalización de la menopausia o la normalización de prácticas que constituyen formas de violencia obstétrica.

A pesar de los avances legislativos y científicos, la desigualdad de género sigue atravesando la atención sanitaria, especialmente en el ámbito reproductivo. ¿Por qué la carga anticonceptiva sigue recayendo sobre las mujeres? ¿Cómo se vive la menopausia en una sociedad que invisibiliza el envejecimiento femenino? ¿Qué entendemos por violencia obstétrica y por qué aún cuesta tanto nombrarla?
En este artículo se abordan tres aspectos clave de la salud reproductiva desde una mirada de género: los avances (y estancamientos) en la anticoncepción masculina, la necesidad de un enfoque más integral en torno a la menopausia y la urgencia de reconocer y erradicar la violencia obstétrica.
Anticoncepción masculina: avances, retos y resistencias
Durante décadas, la anticoncepción ha sido entendida casi exclusivamente como una responsabilidad femenina. Desde la comercialización de la píldora en los años 60, se han desarrollado múltiples métodos dirigidos al cuerpo de las mujeres —implantes, dispositivos intrauterinos, inyecciones, parches—, mientras que las opciones para los hombres han permanecido limitadas al preservativo y la vasectomía. Esta asimetría no es solo técnica, sino también cultural: ha consolidado una carga reproductiva desigual que refuerza roles de género profundamente arraigados.
Sin embargo, en los últimos años, la investigación en anticoncepción masculina ha avanzado de forma significativa. Los métodos hormonales combinan testosterona con progestágenos para suprimir la producción de esperma. En ensayos recientes, como el llevado a cabo por el National Institutes of Health (NIH), un gel tópico con testosterona y segesterona redujo la concentración espermática por debajo del umbral fértil en más del 80 % de los participantes. Aunque algunos estudios se han interrumpido por efectos secundarios como acné, cambios de humor o aumento de peso —síntomas similares a los que enfrentan muchas mujeres con anticonceptivos hormonales—, la reacción negativa ante estas molestias evidencia un doble rasero médico y social.
También se están desarrollando alternativas no hormonales. Una de las más prometedoras es el RISUG (Inhibición Reversible del Esperma Bajo Guía), una inyección de polímero en los conductos deferentes que inmoviliza los espermatozoides y puede revertirse con otra inyección. Aunque aún está en fase experimental fuera de la India, donde ha alcanzado etapas clínicas más avanzadas, este método representa una alternativa de larga duración sin efectos sistémicos. Por otro lado, el compuesto YCT-529, que inhibe un receptor clave para la espermatogénesis, ha demostrado eficacia reversible en estudios preclínicos y ha comenzado sus primeras fases de ensayo en humanos.
Pero los desafíos no son solo biomédicos. A nivel social, persisten prejuicios que dificultan el desarrollo y aceptación de estos métodos. La idea de que los hombres no son “responsables” o “confiables” en cuestiones de control de la natalidad, o que su virilidad podría verse amenazada, actúa como un freno cultural. Esta resistencia también se refleja en la escasa inversión farmacéutica en este campo.
Equilibrar la responsabilidad en la prevención del embarazo implica transformar imaginarios de género y ampliar el horizonte de opciones para todas las personas. Se trata de redistribuir el cuidado, el poder y la libertad reproductiva.
Menopausia: salud hormonal y calidad de vida
La menopausia es una etapa en la vida de las mujeres marcada por el cese definitivo de la menstruación y la consecuente disminución en la producción de hormonas sexuales, principalmente estrógenos y progesterona. Este proceso natural, que suele ocurrir entre los 45 y 55 años, implica cambios biológicos, pero también afecta la calidad de vida desde el punto de vista físico, psicológico y social. A lo largo de las últimas décadas, la investigación médica ha avanzado en la comprensión de los efectos de la menopausia y en el desarrollo de estrategias para mejorar la salud hormonal y el bienestar general durante esta transición.
Los síntomas asociados a la menopausia son variados y pueden incluir sofocos, sudoraciones nocturnas, insomnio, cambios de humor, irritabilidad, pérdida de densidad ósea, y alteraciones en la función sexual. Estas manifestaciones impactan significativamente en el bienestar diario de muchas mujeres, llegando en algunos casos a limitar su actividad laboral y social. Por ello, el abordaje integral de la menopausia ha cobrado cada vez más relevancia en la medicina contemporánea, integrando tanto tratamientos farmacológicos como cambios en el estilo de vida.
Entre las intervenciones más estudiadas destaca la terapia hormonal sustitutiva (THS), que consiste en la administración controlada de estrógenos, a menudo combinados con progestágenos, para compensar la caída hormonal natural. Estudios clínicos como el Women’s Health Initiative han evidenciado que, cuando se administra en mujeres jóvenes y durante un tiempo limitado, la THS puede mejorar síntomas vasomotores y prevenir la osteoporosis sin aumentar significativamente el riesgo cardiovascular o de cáncer de mama. Sin embargo, la terapia hormonal no es adecuada para todas, y su prescripción requiere un balance cuidadoso entre beneficios y riesgos individuales.

Además, se ha reconocido la importancia de factores psicosociales y de autocuidado para la calidad de vida en esta etapa. La actividad física regular, una alimentación equilibrada rica en calcio y vitamina D, y el apoyo emocional son pilares fundamentales para mitigar los efectos adversos de la menopausia. También se están explorando terapias complementarias, como la acupuntura, la fitoterapia y técnicas de mindfulness, que, a pesar de no sustituir aún a los tratamientos clínicamente validados, algunas mujeres encuentran útiles para manejar síntomas como la ansiedad o el insomnio.
La menopausia también implica un desafío cultural, ya que, en muchas sociedades, sigue siendo un tema poco discutido, cargado de tabúes y estigmas que dificultan la búsqueda de ayuda y el acceso a tratamientos adecuados. Promover una visión positiva y realista de esta etapa, que reconozca tanto sus dificultades como su potencial de transformación personal, es esencial para fomentar el bienestar integral de las mujeres en la edad media y avanzada.
Violencia obstétrica: una realidad invisibilizada
Durante décadas, el parto ha sido tratado en muchos contextos como un procedimiento médico protocolizado, más que como una experiencia vital, íntima y subjetiva. En ese proceso, muchas mujeres han reportado prácticas que reflejan una cultura paternalista, vertical y deshumanizada en el ámbito de la atención perinatal. Este fenómeno, conocido como violencia obstétrica, ha sido definido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una forma de violencia institucional ejercida por profesionales de la salud que puede incluir desde intervenciones innecesarias hasta comentarios humillantes o la negación del consentimiento informado.
La violencia obstétrica abarca una amplia gama de acciones: desde episiotomías rutinarias sin justificación médica ni consentimiento, hasta tactos vaginales repetidos realizados por múltiples profesionales en formación, uso indiscriminado de oxitocina para acelerar el parto, separación innecesaria del recién nacido, o la negación del acompañamiento durante el trabajo de parto. En muchos casos, estas prácticas se legitiman bajo una supuesta lógica de eficacia hospitalaria o por la autoridad incuestionable del personal médico. Sin embargo, múltiples estudios han demostrado que estas intervenciones, además de innecesarias, pueden causar trauma físico y psicológico a las afectadas a corto y largo plazo.
En países como España, Argentina, México o Brasil, los movimientos feministas y colectivos de mujeres han visibilizado esta forma de violencia, impulsando reformas legales y campañas de concienciación. En Argentina, por ejemplo, la Ley 25.929 de Parto Humanizado reconoce el derecho de las personas gestantes a recibir una atención respetuosa y sin intervenciones arbitrarias. En España, aunque el término «violencia obstétrica» no está recogido en el marco legal, el Ministerio de Igualdad ha reconocido su existencia y su carácter estructural, y numerosas organizaciones han exigido su tipificación como una forma específica de violencia de género.

La resistencia a reconocer la violencia obstétrica es tanto semántica como profundamente política. Al cuestionar prácticas asentadas en la autoridad médica y en la institucionalización del parto, se pone en tela de juicio un modelo biomédico que ha desplazado la autonomía de las mujeres en uno de los momentos más significativos de su vida. Reconocer y erradicar la violencia obstétrica implica no solo formar al personal sanitario en derechos sexuales y reproductivos, sino también transformar el paradigma del parto hacia uno centrado en la dignidad, la escucha y el consentimiento.
Repensar la salud reproductiva desde el derecho, el cuidado y la equidad
La salud reproductiva no puede entenderse de forma aislada de los contextos sociales, culturales y políticos que la atraviesan. Estos tres ejes —anticoncepción, menopausia y parto— nos muestran que la salud reproductiva sigue siendo un campo de disputa donde se juegan solo cuestiones médicas, pero también relaciones de poder, género y autonomía. La transformación pasa por incorporar una perspectiva feminista y centrada en los derechos, por promover políticas públicas basadas en evidencia y en el respeto a la diversidad de experiencias, y por generar espacios de escucha donde las voces de las personas usuarias del sistema de salud sean reconocidas como legítimas y necesarias.
Apostar por una salud reproductiva más justa, informada y humanizada no es solo una cuestión de innovación científica o de protocolos clínicos: es, sobre todo, una apuesta ética y política por la dignidad, la equidad y el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.