viernes, mayo 16, 2025
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El 1 de mayo que no se ve: luchas obreras en los márgenes

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Cada 1 de mayo, se recuerda la conquista de la jornada de ocho horas, se celebra la resistencia obrera, se lanzan discursos por un trabajo digno. Pero ¿de quién se habla cuando se habla del “trabajador”? ¿Quién aparece en la foto del 1 de mayo… y quién queda fuera?

Hay muchas personas que trabajan sin aparecer en el relato oficial. Mujeres migrantes que cuidan, limpian y cocinan en casas ajenas sin contrato. Temporeros que recogen frutas bajo el sol por sueldos mínimos y condiciones indignas. Repartidores que pedalean con GPS a contrarreloj, vigilados por algoritmos, incluso en climas extremos. Artistas que enlazan becas mal pagadas, proyectos inestables y “colaboraciones” que ni siquiera son pagadas. Manteros que arriesgan su libertad por sobrevivir. Todas estas personas sostienen la vida cotidiana, pero rara vez son reconocidas como parte de la “clase trabajadora”.

Sus luchas existen, pero son fragmentadas, silenciadas, invisibles. No siempre se organizan desde sindicatos tradicionales, ni ocupan espacios mediáticos. A veces, ni siquiera pueden hacer huelga sin poner en peligro su supervivencia. Aún así, resisten. Se agrupan, se apoyan, alzan la voz desde los márgenes, aunque el altavoz no esté encendido para ellos.

¿Quién falta en la foto?

Cada año, el 1 de mayo vuelve con sus columnas sindicales, pancartas, discursos que apelan a la clase obrera, y alguna referencia a las conquistas históricas que, con suerte, aún no han sido recortadas. Se habla del trabajo como derecho, del trabajador como sujeto político, de la lucha como memoria. Pero si miramos bien la foto de familia de este Día del Trabajador, hay ausencias. ¿Dónde están las manos que limpian casas? ¿Quién representa a quienes pedalean bajo la lluvia con una mochila gigante a la espalda y una app como jefe? ¿Quién grita por las que cuidan personas mayores mientras dejan a sus hijos al otro lado del océano?

La figura del trabajador reconocible sigue marcando el imaginario del 1 de mayo. Pero ese modelo hace tiempo que dejó de representar la realidad de millones de personas. El presente laboral está hecho de empleos fragmentados, horarios partidos, falsos autónomos, economía sumergida y sectores enteros sin representación ni derechos.

Las empleadas del hogar, por ejemplo, aún luchan por cosas tan básicas como el derecho al paro. Los temporeros recogen fruta en condiciones que rozan lo inhumano. Los repartidores dependen de un algoritmo que decide si hoy comen. Y, mientras tanto, artistas y trabajadores culturales encadenan residencias sin sueldo, proyectos financiados por likes.

Estas realidades no entran en la postal oficial del 1 de mayo. Son trabajo, pero no cuentan como tal. Son luchas, pero no se consideran políticas. Son esenciales, pero invisibles. Y, sin embargo, sin ellas no se mueve nada.

Luchas dispersas, resistencias concretas

A pesar del silencio institucional, estas trabajadoras y trabajadores no se han quedado quietos. Frente a la precariedad y la exclusión, han creado formas propias de organización, en muchas ocasiones al margen de los cauces tradicionales. No tienen sindicatos que los respalden, ni subvenciones, ni atención mediática. Pero ahí están, montando asambleas en plazas, colectivizando el cuidado, o exigiendo derechos con megáfonos caseros y mucho cansancio acumulado.

Los riders, por ejemplo, empezaron a organizarse cuando las empresas pretendían que fueran “emprendedores felices” que trabajaban “cuando quisieran, siempre que eso coincidiera con una franja de máxima demanda. De ahí nació Riders x Derechos, una red que ha denunciado la precariedad del modelo de plataformas, ha llevado sus casos a los tribunales y ha forzado cambios legales importantes.

Las trabajadoras del hogar y los cuidados —la mayoría mujeres migrantes— también se han articulado en colectivos como Territorio Doméstico o SEDOAC. Desde ahí exigen algo tan básico como el reconocimiento legal de su trabajo y su derecho al paro. Llevan años gritando que sin ellas no se mueve el mundo, aunque muchas veces se mueva en su contra.

Las jornaleras de Huelva, organizadas en plataformas como Jornaleras en Lucha, han sacado a la luz las condiciones de explotación laboral, racismo y violencia machista que atraviesan las campañas agrícolas. Muchas de ellas no tienen papeles, pero tienen voz, aunque el sistema se empeñe en no escucharla.

Y en el mundo de la cultura, donde todo parece sofisticado, pero se sobrevive a base de café gratis y promesas de futuro, también hay grietas. Colectivos como Precarias a la deriva o redes informales de artistas denuncian la lógica de la “vocación” como excusa para no pagar. Porque no, una exposición no paga el alquiler. Una residencia sin sueldo es una forma elegante de decir “trabaja gratis”. Y la visibilidad no cotiza.

Precariedad estructural, exclusión legal

Una de las razones por las que estas luchas no encajan en el relato oficial del 1 de mayo es que el sistema directamente las expulsa. No es que “no encajen” simbólicamente: es que, en muchos casos, no tienen ni derecho a estar ahí. Literalmente.

Las trabajadoras del hogar, por ejemplo, han sido históricamente excluidas del Régimen General de la Seguridad Social. Hasta hace nada, ni siquiera podían acceder al desempleo. ¿La razón? Su trabajo se realiza “en el ámbito privado del hogar”, ese espacio en el que el Estado prefiere no meterse demasiado, sobre todo si hay mujeres migrantes sosteniéndolo en silencio.

La Ley de Extranjería también actúa como un muro legal que convierte en ilegales a quienes ya son esenciales. Tener trabajo no garantiza regularización, pero estar en situación irregular impide tener derechos laborales básicos. El sistema produce así su propia mano de obra vulnerable: útil, explotable y desechable.

En el caso de los repartidores, muchos fueron obligados a trabajar como falsos autónomos, una figura jurídica que realmente es un disfraz precario con el que las empresas se ahorran cotizaciones y responsabilidades. Algunas sentencias y leyes han empezado a corregir esta situación, aunque no sin resistencias ni trampas por parte de las plataformas.

Y si hablamos de artistas, la cosa se vuelve aún más difusa: becas que no pagan, convocatorias que exigen producción sin retribución, residencias que excluyen a quien no tiene tiempo o dinero para sobrevivir mientras “crea”. La lógica del mercado cultural convierte la precariedad en norma y la disfraza de oportunidad. Se premia la resiliencia, no los derechos.

Además, el cruce de clase, género, raza y situación administrativa hace que muchas de estas personas se enfrenten a un tipo de precariedad estructural y sostenida que no se soluciona con una subida del salario mínimo. Porque, para empezar, ni siquiera tienen salario.

Frente a este panorama, no basta con ampliar los discursos. Hay que señalar cómo las estructuras legales, económicas y sociales están diseñadas para mantener la exclusión.

Hacia un 1 de mayo más amplio

Para que el 1 de mayo siga siendo un día de lucha por los derechos laborales, es necesario que ensanche su mirada. Reconocer el trabajo en todas sus formas, escuchando incluso a quienes no tienen altavoz. Dejar sitio a quienes no cabían antes, debido a la invisibilización por parte del sistema.

Eso implica pensar quién es el “trabajador”. ¿Solo quien tienen contrato? ¿Solo quien cotiza? ¿Solo quien aparece en los registros? ¿Y todo el trabajo que sostiene la vida y que no figura en las estadísticas? ¿Y quienes están en situación irregular, pero limpian, cuidan, cocinan, transportan, cosechan, crean? ¿Eso no es trabajo?

Un 1 de mayo más amplio tendría que incorporar esas realidades con la misma dignidad que se reconoce a cualquier otro empleo. Tendría que escuchar a las empleadas del hogar hablando de derechos, no solo de sacrificios. A los riders, no como ejemplo de flexibilidad moderna, sino como precariado tecnológico organizado. A los artistas, no como genios solitarios, sino como trabajadores culturales explotados. A los temporeros, no como “fuerza de trabajo necesaria”, sino como sujetos de derechos.

Ampliar el 1 de mayo es reconocer que la lucha de clases sigue viva, pero con otras caras, otras voces y otras formas. Es entender que hoy la precariedad no es la excepción, sino la norma. Y que muchas de las resistencias más valientes y creativas no se hacen desde los despachos sindicales, sino desde los márgenes, en colectivos y con los recursos que hay.

Visibilizar estas luchas no es un gesto de caridad simbólica, es un acto político. Y ahí será cuando el 1 de mayo empiece a recuperar su fuerza original. Porque, mientras haya trabajo sin derechos, la lucha sigue.