jueves, noviembre 13, 2025
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Cuenca en otoño: cuando el paisaje se vuelve arte

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Cuando el verano se retira y la luz se suaviza, Cuenca adopta un tono distinto. Los ocres de los álamos y los dorados de los chopos acompañan el curso del Júcar, mientras las casas colgadas parecen flotar entre la piedra y el aire. En otoño, la ciudad se vuelve más silenciosa y contemplativa: el rumor del agua se mezcla con el viento frío que baja por las hoces, y las calles, menos transitadas, invitan a caminar despacio, a mirar con otros ojos.

Cuenca no es solo una ciudad histórica: es un escenario donde el paisaje y la creación artística dialogan desde hace décadas. Su geografía abrupta y su luz cambiante inspiraron a artistas como Fernando Zóbel, Gustavo Torner o Gerardo Rueda, que encontraron en estas formas naturales un eco de la abstracción. En la simetría irregular de los cañones y en la textura de la piedra vieron la posibilidad de un lenguaje nuevo, capaz de traducir la emoción del entorno sin reproducirlo literalmente.

Quizá por eso el otoño le sienta tan bien a Cuenca. La estación, con su ritmo pausado y su gama de colores terrosos, parece revelar la esencia de una ciudad suspendida entre lo natural y lo construido, entre lo visible y lo interior. Aquí, el arte se extiende por el horizonte, en los pliegues de la roca y en el brillo húmedo de las hojas caídas. Cuenca enseña que el arte puede nacer de la mirada, del silencio y de la lentitud con que se observa el mundo cuando todo empieza a dorarse.

El paisaje como origen de la mirada artística

En Cuenca, el paisaje lo impregna todo. Desde el casco antiguo, suspendido sobre los cañones del Júcar y del Huécar, la vista se abre a un territorio abrupto, de luces cambiantes y silencios profundos. Desde los miradores, la luz se fragmenta sobre las fachadas y el río devuelve los destellos que cambian a cada hora. La luz, a su vez, realza los matices de la piedra, que pasa del gris al ámbar según el momento del día. La piedra caliza, erosionada por siglos de agua y viento, dibuja una arquitectura natural que parece anticipar las formas abstractas del arte contemporáneo. Es un paisaje que enseña a mirar, que educa la sensibilidad hacia lo esencial: la línea, la materia, la luz.

Esa capacidad de mirar de otro modo fue lo que atrajo a los artistas que, a mediados del siglo XX, encontraron en Cuenca un espacio ideal para experimentar. Entre ellos, Fernando Zóbel, Gustavo Torner y Gerardo Rueda, figuras clave en la renovación de la pintura contemporánea, vieron en la ciudad un lugar de retiro y, al mismo tiempo, de apertura hacia nuevas formas de creación. Su proyecto cristalizó en el Museo de Arte Abstracto Español, inaugurado en 1966 en las emblemáticas Casas Colgadas, que desde entonces dialogan con el paisaje como si fuesen una prolongación.

Para estos artistas, Cuenca era, además de un refugio espiritual, un territorio de síntesis. Aquí podían observar cómo la naturaleza construía sus propias composiciones: planos superpuestos, contrastes de color, transparencias y ritmos visuales. Zóbel escribió en sus diarios que en Cuenca «se aprende a mirar», y sugiere que su paisaje posee una geometría y equilibrio propios, capaces de enseñar al ojo del pintor a ver más allá de la forma. Esa observación resume el espíritu de una generación que entendió el arte no como imitación, sino como traducción sensible del mundo.

El otoño, con su luz oblicua y sus tonos apagados, acentúa esta relación entre arte y naturaleza. Las paredes de piedra adoptan un color más cálido, los barrancos se llenan de reflejos dorados, y la ciudad parece fundirse con el paisaje que la rodea. Es entonces cuando Cuenca revela su verdadera condición: la de un lugar donde el arte nace del terreno mismo, donde cada forma natural parece contener una lección estética, una posibilidad de contemplación.

El arte como extensión del paisaje

Entrar al Museo de Arte Abstracto Español en Cuenca es continuar el paseo por el paisaje, no interrumpirlo. Desde las ventanas del edificio, suspendido sobre la hoz del Huécar, el visitante ve la misma luz que atraviesa las obras de Zóbel, Torner o Rueda. Dentro y fuera se mezclan: las texturas de la piedra se confunden con los lienzos, las sombras de las hoces dialogan con las transparencias de la pintura. Es como si el museo respirara el mismo aire que la ciudad. Tal es la belleza del espacio que Alfred Barr, director del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) durante los años sesenta, lo definió como «el más bello pequeño museo del mundo».

En este lugar, la abstracción deja de ser una ruptura con la naturaleza para convertirse en su traducción, haciendo de la institución un espacio casi místico que anima a la introspección. Los artistas que se reunieron en Cuenca en los años sesenta no buscaban copiar el paisaje, sino comprender su estructura profunda. La línea, el ritmo, el silencio y la materia se convirtieron en su vocabulario. El propio Zóbel entendía la pintura como una forma de meditación visual: una manera de atrapar la serenidad del entorno y transformarla en equilibrio.

La obra de Gustavo Torner, por ejemplo, se alimenta del diálogo entre lo material y lo intangible. En sus relieves y collages se percibe la presencia de la tierra y el tiempo, de la erosión y la huella. Estaba en constante búsqueda de la belleza a través del arte. Y él tenía muy claro lo que era la cultura: todo aquello que hace que la vida valga más.

Gerardo Rueda, por su parte, estuvo en constante experimentación, construyendo composiciones que parecen condensar la arquitectura natural de Cuenca: volúmenes equilibrados, juegos de luz y silencio. En todos ellos hay una misma búsqueda: trasladar a la pintura la sensación de quietud que produce contemplar las hoces desde lo alto.

En cuanto a Fernando Zóbel, su obra, en la que hay un gran trabajo de reflexión, investigación y método, refleja esa búsqueda de armonía entre la mirada y el paisaje. Con la naturaleza como el eje principal de su obra, sus líneas fluidas y transparencias parecen captar el movimiento del aire y la luz sobre las hoces, transformando la naturaleza en ritmo.

La luz y el color otoñal parecen acentuar ese vínculo. La luz más baja resalta las texturas, los matices del color se vuelven más densos, y el aire frío parece afinar la percepción. La ciudad y el museo se funden en una misma experiencia: una invitación a mirar despacio, a entender que el arte y la naturaleza pueden hablar el mismo idioma. Cuenca enseña que la abstracción no se aleja del mundo, sino que nace de él.

Cuenca: la ciudad suspendida

Cuenca se alza entre dos ríos y dos tiempos. Desde los miradores del casco antiguo, la ciudad parece flotar, como si dudara entre pertenecer al paisaje o a la memoria. En otoño, esa sensación se intensifica: el aire fresco, la luz dorada y el silencio de las calles transmiten una calma que invita a la contemplación.

El arte y la naturaleza, aquí, no se oponen: se reflejan. La geometría de las hoces encuentra su eco en los lienzos del museo, y la piedra, en las manos del artista, se convierte en gesto. Todo en Cuenca parece participar de un mismo pulso lento, donde mirar es una forma de crear.

Quizá por eso, quien visita la ciudad en esta estación no se limita a admirarla: la vive como una experiencia estética. Cuenca enseña, todavía hoy, que el arte empieza con la mirada.