Imagina entrar en un museo donde todo lo que ves —estatuas corroídas, bustos antiguos, reliquias sumergidas— parece que proviene de un naufragio milenario descubierto en el océano Índico. Sólo que en realidad nada de eso se hundió hace siglos: es todo inventado. Eso fue lo que propuso Damien Hirst en su ambiciosa exposición Treasures from the Wreck of the Unbelievable (2017), al presentar objetos “recuperados” de un barco perdido llamado Unbelievable, con un relato ficticio tan elaborado que muchos visitantes dudaron de dónde comenzaba el mito y terminaba la verdad.

En este artículo exploraremos esa frontera entre ficción y autenticidad en el arte a través del caso de Hirst, mostrando cómo su exposición funciona como una puesta en escena del engaño como estrategia estética. Veremos los elementos del relato ficticio (el coleccionista “Cif Amotan II”, el supuesto naufragio, el documental falso), los recursos formales con que las piezas fueron presentadas, las reacciones críticas y las reflexiones que abre acerca del valor, la verosimilitud y la confianza en los discursos del arte.
La intención es clara: este no es un montaje clandestino, ni una estafa oculta, sino una obra que juega con la percepción, y que invita al espectador a preguntarse no solo “¿esto es real?” sino “¿por qué creemos que algo lo es?”.
Contexto y concepto inicial
Damien Hirst (Bristol, 1965) es una de las figuras más reconocibles —y polémicas— del arte contemporáneo británico. Integrante destacado del grupo Young British Artists (YBAs) que revolucionó la escena londinense en los años noventa, Hirst se dio a conocer por sus obras provocadoras: animales conservados en formol, vitrinas médicas, diamantes incrustados en cráneos humanos. Su trabajo combina la fascinación por la muerte, la ciencia y el mercado del arte, al tiempo que cuestiona la relación entre valor, fama y autenticidad.

A lo largo de su carrera, Hirst ha convertido el espectáculo en una forma de discurso: cada exposición suya es también una reflexión sobre el consumo cultural y la credulidad del espectador. No sorprende, por tanto, que en 2017 presentara en Venecia Treasures from the Wreckof the Unbelievable, una muestra monumental que fingía ser la exhibición arqueológica de un tesoro rescatado del fondo del mar. Con esta obra, Hirst llevó su interés por la ilusión y el mercado a un nuevo nivel: el del arte que se disfraza de historia para poner a prueba la fe del público en la “autenticidad”.
El proyecto Treasures from the Wreck of the Unbelievable
En 2017, Damien Hirst presentó en Venecia una de las exposiciones más ambiciosas —y discutidas— de su carrera: Treasures from the Wreck of the Unbelievable. Ocupó simultáneamente los espacios del Palazzo Grassi y la Punta della Dogana, gestionados por la Fundación Pinault, y reunió cerca de 190 esculturas y objetos que, según el relato oficial, formaban parte del cargamento de un barco naufragado hace dos mil años frente a las costas del este de África.
La exposición se articulaba en torno a una historia ficticia: Cif Amotan III —nombre que muchos han interpretado como un anagrama de “I am fiction”— fue un esclavo liberado que consiguió reunir una gran fortuna, gracias a la cual obtuvo una impresionante colección de antigüedades de distintas culturas. Tras el supuesto hallazgo submarino del barco Unbelievable, los objetos habrían sido “rescatados” y “restaurados” para su presentación pública.

El montaje reproducía con detalle el estilo museográfico de una exposición arqueológica: cartelas, vitrinas, vídeos de inmersión marina y fotografías documentales reforzaban la ilusión de autenticidad. Incluso se proyectaba un falso documental (mockumentary) que mostraba el “descubrimiento” y la recuperación de las piezas.
Entre las esculturas podían verse dioses egipcios, bustos grecorromanos y figuras mitológicas, algunas de las cuales incluían guiños contemporáneos —como una estatua de Mickey Mouse o de Transformers reinterpretadas en mármol— que delataban, con humor, la naturaleza inventada del conjunto.
Con esta obra monumental, Hirst transformó Venecia en el escenario de una excavación imposible, invitando al visitante a moverse entre la maravilla y la sospecha: ¿estábamos ante arte o arqueología, ante historia o fábula?
Estrategias del artificio
Más allá de la magnitud del proyecto, lo verdaderamente fascinante de Treasures from the Wreck of the Unbelievable fue el modo en que Hirst construyó la ilusión de autenticidad. La exposición no se limitaba a inventar una historia: la hacía creíble a través de una compleja red de artificios visuales, materiales y museográficos.
Cada escultura aparecía en distintas versiones: una, cubierta de incrustaciones marinas, se presentaba como el “original” rescatado del fondo; otra, “restaurada”, revelaba el supuesto aspecto que habría tenido antes del naufragio. Este sistema de duplicaciones —un mismo objeto en dos tiempos— reforzaba la idea de que el visitante estaba ante piezas con una historia real. Para acentuar el efecto, Hirst empleó materiales como el bronce, el mármol y la resina patinada, trabajados de modo que simularan erosión y antigüedad.

El dispositivo expositivo incluía también fotografías submarinas, vídeos de buzos y vitrinas museísticas que reproducían con precisión el lenguaje visual de los museos de arqueología. En el catálogo, las obras se documentaban con fichas y fechas, como si se tratara de un estudio científico. Todo estaba diseñado para generar verosimilitud.
Sin embargo, Hirst sembró deliberadamente pistas de falsedad: entre las divinidades clásicas aparecían figuras de cultura pop —Mickey Mouse, Goofy, un Transformer—, anacronismos que desestabilizaban el relato y recordaban al espectador que estaba ante una ficción consciente. Así, la exposición funcionaba como un juego de espejos entre el engaño y la revelación, entre la fe en el arte y la duda metódica sobre su verdad.
Recepción crítica y controversias
Cuando Treasures from the Wreck of the Unbelievable abrió sus puertas en abril de 2017, la respuesta fue inmediata y polarizada. Para algunos, era una obra monumental que desafiaba los límites de la credulidad; para otros, una demostración de exceso y vanidad. La prensa se dividió entre el asombro y la burla.
El crítico Jonathan Jones, en The Guardian, elogió la ambición visual de Hirst, poniendo el dedo en la llaga al señalar pistas que delatan lo ficticio. Jones advierte que, si uno acepta la narrativa del naufragio sin cuestionarla, creerá cualquier cosa. En cambio, algunos críticos adoptaron una lectura más matizada. En The Art Newspaper, por ejemplo, John Darlington tituló su artículo “Fake heritage for the fake news era”, argumentando que la exposición de Hirst no solo recrea objetos ficticios, sino que inserta el “patrimonio falsificado” en el paisaje cultural contemporáneo.

Las redes sociales se llenaron de imágenes virales: visitantes posando frente a colosos cubiertos de coral o frente al “tesoro” dorado del barco imposible. Muchos espectadores se declaraban maravillados; otros, irritados por lo que consideraban una farsa carísima financiada por el coleccionista François Pinault.
El debate sobre si la muestra era una broma o una reflexión profunda sobre la credulidad del arte acompañó toda su duración. Incluso años después, cuando algunas de las piezas se expusieron en la Galleria Borghese de Roma (2021), el eco persistía: ¿genio o impostor? Con Hirst, la provocación parecía, una vez más, parte esencial de la obra.
Significados e interpretaciones
El proyecto Treasures from the Wreck of the Unbelievable no es solo una demostración de poder material o de virtuosismo técnico. Es, ante todo, una reflexión sobre la credulidad, la autoridad del relato y la autenticidad como construcción cultural. En un tiempo marcado por las fake news y la erosión de la verdad, Hirst convierte el museo —tradicional garante de lo verdadero— en un escenario de ambigüedad donde lo falso y lo verosímil se confunden deliberadamente.
La exposición funciona como un simulacro, en el sentido que daba Jean Baudrillard: una copia sin original, una representación que deja de remitir a la realidad para convertirse en realidad por sí misma. El espectador no puede verificar la autenticidad de las obras, solo creer o dudar. Esa oscilación entre fe e ironía es el verdadero contenido del proyecto.

Al presentarse como arqueología, la muestra también ironiza sobre la mercantilización del pasado: el mito de la antigüedad como garantía de valor. El “tesoro” rescatado del mar, con sus incrustaciones de coral y sus brillos dorados, encarna una estética del lujo que cuestiona la economía del arte contemporáneo y su fascinación por el aura de lo antiguo.
Así, Treasures from the Wreck of the Unbelievable actúa como una alegoría del mercado del arte y del deseo de autenticidad que lo sostiene. Bajo su apariencia de espectáculo, Hirst propone una parábola sobre la fe moderna en los relatos visuales: creer en algo no porque sea verdad, sino porque está bellamente contado.
Comparaciones y precedentes
Aunque Treasures from the Wreck of the Unbelievable llevó el artificio a una escala sin precedentes, la estrategia de mezclar verdad y ficción tiene una larga tradición en el arte contemporáneo. Desde los años setenta, distintos artistas han explorado el engaño como lenguaje crítico, poniendo a prueba los límites entre documentación y creación.
Uno de los precedentes más citados es Mark Dion, cuyas instalaciones reproducen con exactitud científica el método arqueológico para exhibir objetos triviales —botellas, huesos, fragmentos de plástico— como si fueran reliquias de una civilización perdida. Su obra The Tate Thames Dig (1999) convierte una recolección de basura fluvial en exposición museal, cuestionando qué valor otorgamos al contexto y a la presentación.

También proyectos como The Museum of Jurassic Technology (fundado por David Wilson en Los Ángeles) o las piezas de Joan Fontcuberta, especialmente Sputnik (1997) o Fauna (1987), trabajan con el formato de archivo o catálogo científico para crear ficciones creíbles, demostrando que la verosimilitud institucional puede fabricar verdad.
En este panorama, Hirst se inscribe como heredero y, al mismo tiempo, como parodia de esa tradición: su ficción busca seducir por exceso. Frente al humor sutil de Dion o Fontcuberta, Hirst apuesta por el espectáculo barroco y el lujo monumental, convirtiendo el “fake” en una experiencia sensorial total.