¿Por qué nos fascinan las ruinas? Esta pregunta, aunque parezca una tontería, ha atravesado siglos de sensibilidad estética y cultural. Desde la fascinación romántica del siglo XIX hasta la curiosidad actual, las ruinas han sido objeto de contemplación, inspiración, melancolía y consumo visual. Nos atrae su silencio, su belleza rota, el testimonio de un pasado que se resiste a desaparecer. ¿Es nostalgia? ¿Deseo de conocer esa historia detenida en el tiempo? ¿O es un romanticismo decadente en clave contemporánea?

En este artículo reflexionaremos sobre el atractivo simbólico y estético de las ruinas, la práctica del urbex – exploración urbana de estructuras y ruinas abandonadas – y su dimensión turística, muchas veces teñida de exotismo, fetichismo o incluso apropiación. Porque las ruinas nos confrontan con el paso del tiempo, con la fragilidad de nuestras construcciones (materiales e ideológicas) y con el deseo de encontrar belleza en lo que se desmorona.
Las ruinas nos hablan (aunque estén en silencio)
Las ruinas son algo más que polvo y escombros. Son huellas tangibles de historias que ya no se cuentan en el día a día, pero que todavía laten. Una estación de tren abandonada, un cine de barrio cubierto de grafitis, una vieja fábrica donde el ruido de las máquinas quedó congelado: todos esos lugares son ruinas que, paradójicamente, tienen mucho que “decir”.
Las ruinas interrumpen la rutina. Cuando caminamos por calles familiares y nos topamos con una fachada en desuso, algo nos llama la atención: el tiempo, que habitualmente pasa sin que lo notemos, se hace visible. Es en ese instante cuando sentimos una mezcla de curiosidad y nostalgia. ¿Quién vivió ahí? ¿Qué provocó el abandono? Nos detenemos, levantamos la mirada y comenzamos a imaginar vidas y acontecimientos que quedaron atrapados en ese lugar.
También despiertan emociones contradictorias: asombro, melancolía, incluso extrañeza. Asombro ante la belleza inesperada de una estructura derruida pero elegante; melancolía por la memoria de lo que fue y extrañeza porque el presente se mezcla con un pasado que ya no existe, pero que sigue allí, palpable. Ese silencio sobrenatural de la ruina se convierte, en realidad, en un estruendo de relatos posibles.
Por último, las ruinas nos recuerdan la fragilidad de lo que creíamos inquebrantable. Lo que hoy parece sólido y moderno puede convertirse mañana en un montón de ladrillos caídos. El tiempo no perdona, y nuestra impronta en el mundo siempre estará mediada por el desgaste, el abandono o la transformación. En cada ruina encontramos, entonces, un espejo: nos refleja el paso del tiempo, la impermanencia de los proyectos humanos, y, curiosamente, la belleza que nace de la decadencia.
Románticos, melancólicos y enamorados de lo que cae
Nuestra fascinación por las ruinas no es nueva. Aunque hoy las exploremos con cámara en mano o las compartamos en redes sociales, ya en el siglo XIX los románticos se sintieron atraídos por lo que estaba cayendo, por lo inacabado, por lo que hablaba de pérdida. Fue en ese momento cuando las ruinas se convirtieron en símbolos cargados de emoción, belleza y reflexión.
En la pintura, por ejemplo, artistas como Caspar David Friedrich representaban figuras solitarias frente a templos derruidos o iglesias góticas en ruinas. Aquellas escenas no eran solo paisajes, sino metáforas del alma humana enfrentándose al paso del tiempo, a la muerte, a lo que se desvanece. En la literatura, escritores como Lord Byron o Mary Shelley encontraron en las ruinas un escenario perfecto para hablar del desengaño, del exceso de ambición y del fracaso de la civilización. No es casual que Frankenstein termine en un paisaje helado y desolado, o que el protagonista de tantos poemas románticos deambule entre escombros preguntándose por el sentido de la vida.

Las ruinas, para los románticos, eran la prueba de que todo lo humano es efímero, y eso las convertía en objetos estéticos por excelencia. Belleza no significaba perfección, sino emoción. Y pocas cosas emocionan tanto como una fiel representación de lo que es el paso del tiempo.
Además, encarnan una forma de resistencia al progreso acelerado que comenzaba a imponerse con la Revolución Industrial. Frente a las fábricas y el crecimiento de las ciudades modernas, mirar una ruina era una forma de detenerse, de recordar que no todo se mide en productividad o utilidad. Había belleza también en lo inservible, en lo que ya no funcionaba.
El romanticismo transformó la ruina en una figura central de la sensibilidad moderna. Desde entonces, verla no solo forma parte de una investigación arqueológica o arquitectónica, sino que supone una experiencia emocional. Nos hace pensar, nos hace sentir, y a veces, incluso, nos hace imaginar un mundo distinto.
Exploradores urbanos: la ruina como experiencia
Hoy en día, las ruinas también se exploran, se fotografían y se comparten. Existe toda una comunidad que recorre fábricas abandonadas, hospitales cerrados, estaciones fantasmas o casas medio derruidas. A esta práctica se la conoce como urbex (abreviatura de urban exploration, exploración urbana), y para muchos de sus seguidores es una forma de descubrir los restos invisibles del mundo contemporáneo.
El urbex combina aventura, nostalgia y estética. Quienes lo practican se adentran en lugares abandonados con cámaras, linternas y una mezcla de respeto y curiosidad. No buscan llevarse nada, sino capturar lo que el tiempo dejó atrás. La belleza de estos espacios no está en su limpieza o simetría, sino en los rastros: lo que queda y lo que falta, lo que se intuye.
En internet, esta fascinación se ha amplificado. Existen cuentas de Instagram o canales de YouTube que documentan incursiones nocturnas, e incluso libros fotográficos dedicados exclusivamente a lo abandonado. El cine y la fotografía han jugado un papel clave en alimentar esta estética: películas postapocalípticas, videoclips que usan fábricas derruidas como telón de fondo, ensayos fotográficos sobre ciudades en decadencia…
Pero más allá de la estética, muchos exploradores urbanos sienten que hay algo especial en caminar por un espacio que fue construido para otros fines y que hoy se ha convertido en un lugar de contemplación. Como si al entrar en esos lugares donde ya no pasa “nada”, en realidad pasara mucho: una conexión con el pasado, una sensación de estar fuera del tiempo, un silencio que obliga a mirar y a escuchar de otro modo.
Por supuesto, el urbex también tiene su lado polémico: entrar en propiedades privadas o en estructuras peligrosas plantea dilemas legales y éticos. Según el artículo 202 del código civil, “El particular que, sin habitar en ella, entrare en morada ajena o se mantuviere en la misma contra la voluntad de su morador, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años”. Esto cambiaría si fuera un lugar de titularidad pública, a no ser que tenga la entrada restringida.
Turismo decadente: viajar al final del mundo (o a lo que queda de él)
No hace falta ser un explorador urbano solitario para sentirse atraído por las ruinas. De hecho, hoy es cada vez más común que estos espacios formen parte de rutas turísticas organizadas. Hay agencias que ofrecen visitas a ciudades fantasma, parques temáticos abandonados, prisiones clausuradas o fábricas en desuso. Es lo que algunos llaman dark tourism o turismo de lo decadente, una forma de viajar que pone el foco en lo derruido o lo que quedó detenido en el tiempo.

Algunos de estos destinos ya son clásicos del circuito alternativo: Chernóbil, con sus edificios vacíos y restos de lo que un día pasó; la isla de Hashima en Japón, un enclave minero deshabitado y fantasmagórico; o Detroit, símbolo del auge y la caída de la industria automovilística en EE. UU., con barrios enteros convertidos en escenarios melancólicos. El turismo de ruinas se convierte en una mezcla de historia reciente, curiosidad estética y experiencia emocional. Y es que en las ruinas vemos la historia sin maquillaje, como si pudiéramos asomarnos al esqueleto del mundo moderno. Paradójicamente, eso nos atrae.
También hay una dimensión ética que vale la pena considerar. ¿Es legítimo convertir en espectáculo lugares que son testimonio de catástrofes o pobreza? ¿Estamos observando con respeto o simplemente consumiendo una imagen? Como ocurre con otros tipos de turismo, la forma en que se aborda marca la diferencia. Hay quienes visitan ruinas como quien entra en un templo: con silencio, cuidado y reflexión. Y hay quien lo hace solo en busca de una foto para subir a redes.
El auge de este tipo de turismo pone sobre la mesa una contradicción: en una época obsesionada con la novedad, hay un deseo creciente por acercarse a lo que ya no “sirve”. Las ruinas, en este contexto, no solo son vestigios del pasado, sino también un espejo del presente: nos hablan de crisis, de consumo excesivo, de promesas rotas y de futuros que no llegaron. Y quizás por eso, al pisarlas, sentimos que estamos tocando algo real.
¿Nos fascina la ruina… o el colapso?
A veces, lo que nos atrae de las ruinas es, más que su estética, lo que representan, es decir, la caída de lo que una vez fue monumental. No por casualidad, muchas de las ruinas que visitamos o fotografiamos no son castillos medievales o templos antiguos, sino fábricas, bloques de viviendas, parques de atracciones. Es decir, restos del mundo moderno.
Vivimos en una época marcada por la sensación de que “algo está a punto de romperse” —o de que ya se ha roto. La crisis climática, la desigualdad, las pandemias, las guerras, los sistemas políticos tambaleantes, el auge de movimientos de extrema derecha… todo parece indicar que el futuro ya no es lo que era. Y en ese contexto, las ruinas se convierten en una especie de espejo anticipado.
La cultura pop ha explotado esta idea hasta el extremo. Las películas y series postapocalípticas —Mad Max, The Last of Us…— muestran mundos destruidos vestidos con una estética atractiva. Como si el fin del mundo pudiera ser también una obra de arte.
Incluso en el arte contemporáneo, esta sensibilidad está muy presente. Muchos artistas actuales trabajan con la idea de la ruina como advertencia, denuncia, o espacio de posibilidad. Porque, entre los escombros, también puede vislumbrarse la posibilidad de algo nuevo: lo que se cae también deja espacio para lo que puede venir después.

Nuestra atracción por las ruinas no es solo una cuestión estética o nostálgica: también puede ser política, existencial o incluso esperanzadora. En medio de un mundo en crisis, las ruinas son tanto un recordatorio del fracaso como una invitación a imaginar otras formas de habitar el tiempo. Tal vez nos fascine la ruina porque, de algún modo, estamos aprendiendo a mirar de frente el derrumbe sin dejar de buscar belleza en él.